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Malditas de la piel

  • Mariana Freya
  • 5 abr
  • 6 Min. de lectura


La piel, ese órgano que cubre todo nuestro cuerpo externo y que nos permite ser capaces de sentir y percibir el mundo que nos rodea. Era la idea que rondaba su cabeza esa tarde.  La piel, ese forro del cuerpo humano que a través de cada poro puede percibir no sólo otra piel, sino también todas las intenciones de ese otro ser que la porta. También, la piel lleva consigo, impregnadas a ella, cada olor, cada tacto… cada memoria. Recuerdos del ayer que son revividos una y otra vez. Es la misma piel memoriada que llevaron, que cubrió a tantas y todas las mujeres de mis generaciones atrás. Llevándolas en la genética. Siempre ahí. Recorriendo el torrente sanguíneo compartido de cada una de nosotras.


Ella, hija única. La anteceden siete generaciones de mujeres de hijas únicas. Treinta y tres años han pasado desde que nació; sin embargo, su semblante, reflejando los hundidos recovecos de su rostro, muestra una entrada a los cuarenta. Para el mundo siempre se muestra segura, segura de caminar, segura al hacer, segura al hablar; pero, a través de sus ojos, puede reflejarse una tristeza infinita. Y no es, en realidad, porque siempre se encuentre triste; es la historia sobre sus hombros, las historias de otras que lleva consigo, siempre con ella, como una maldición. 


Como cada día, obligada por su poca voluntad que le recuerda que es mejor sentirse activa que sentirse viva, se levanta de la cama y se prepara para salir a correr. Se asoma por la ventana y, a pesar de sus pensamientos oscuros, agradece los primeros rayos de sol que al entrar tocan su piel morena chocan en fragmentos luminosos multicolores y le roban una sonrisa a su apesadumbrado rostro, escondido detrás de la oscuridad que cubre esa horrenda cortina, herencia de la Abuela Horacia.


Después de trotar unos cuantos kilómetros, enajenada aún por sus pensamientos matutinos sobre la piel, se da cuenta que ha llegado a aquel espacio donde creció, donde muchas de las mujeres de su linaje también crecieron y se llenaron de experiencias de vida. Intenta seguir con su rutina pero sus pensamientos, como martillazos, se repiten una y otra vez. Se estira. Piensa en ellas. Se ejercita y piensa en sus historias, así con toda esa fuerza de sus ancestras, de sus vidas, de su vida propia en el pensamiento. Decide dejarse llevar por esos sentipensares y se suelta, recostándose en la tierra, en esa misma Tierra que la sostiene hoy y que las ha sostenido a todas ellas.


La luz del sol entra cálidamente a través de los ojos cerrados. Tiene la sensación de poder posar el cuerpo sobre la arena y que ésta lo sostenga, así, simplemente suelto y relajado, notando y percibiendo todo lo que le rodea, dejándose sentir por la hierba que acaricia algunas partes de su piel, los pies, los hombros, la cara.


Entregada totalmente. Llega el silencio. La rodea un sonido que no escucha, pero que percibe claramente, juguetea con su cabello ya enmarañado, le susurra al oído… es el viento. Ella se entrega al éxtasis de sólo estar.


De pronto, una sórdida sensación hace que se le pongan los vellos de punta. Su atención al exterior aumenta. Toda ella está entregada a lo que su cuerpo entero recibe, se da cuenta que este mismo sonido se abraza con otro susurrar más… las olas del mar que, en su danza de vaivén, también generan parte de la atmósfera.


Se inquieta y permite entreabrir los ojos, y llena su mirada con la profundidad de aquel cielo.


En un instante, ese mismo sonido que minutos antes la arrullaba, se convierte en un ruido ensordecedor. Le asalta así, sin más, una sensación extraña pero conocida para ella. Su cuerpo reacciona instantáneamente. Se le eriza toda la piel. Se levanta repentinamente de la tierra que antes confiablemente la sostenía. Se siente alerta. Sus ojos se abren grandemente igual que sus pupilas, respondiendo ahora a la adrenalina que la invade. Su sentido de supervivencia le anuncia que está en peligro, aunque ella no vea el peligro en sí; sus piernas no responden, se ha quedado paralizada. Sus pensamientos, antes volátiles, ahora sólo parecieran repetir una serie de palabras que la disponen a responder.


Rápidamente se pone de pie y de golpe vuelve a mirar a su alrededor. Aquel espacio que hace unos minutos le parecía hermoso y lleno de bienestar, ahora la llena de temor. La luz ha caído y la noche comienza a hacer presencia. Pone atención. Lo observa todo. Las formas obscuras, entre sombras, de repente se tornan peligrosas para ella.


Se siente observada, vulnerable, intimidada… Cualquier “ser” puede esconderse fácilmente en el espesor de aquella naturaleza.


Así permanece, casi paralizada, abrazada por esas emociones y sentires que la incomodan, que la transgreden. Casi sin darse cuenta, frente a ella, en la oscuridad de aquel paisaje que ahora reina en el lugar, aparece ante sus ojos un ser o, mejor dicho, “Ese Ser”. Lo reconoce, su cuerpo tenso lo recuerda.


Mi cuerpo comienza a temblar, pero no tengo frío. Me siento taciturna, casi perpleja; un sudor helado recorre mi espalda, siento cómo escurre. Me paralizo, mi cuerpo no responde a ninguno de mis mandatos. Aquel ser se mueve, apenas puedo verlo. Se mueve entre las sombras con movimientos que parecen humanos. A través de la oscuridad logro percibir su figura, sí, es una figura humana, pero su aroma huele a salvaje, a maldito. Se acerca demasiado, muy cerca, tan cerca que puedo advertir su deseo sobre mí. Sus manos me tocan, mi pulso está ahora tan acelerado que puedo sentir cómo late con fuerza dentro todo mi ser. Al estar tan cerca logro ver que hay algo extraño en esa figura “humana”: sus piernas no terminan en esas formas comunes que denominamos pies; en su lugar, hay dos tobillos parecidos más bien a los de las cabras. Patas con pezuñas.


Me siento aterrada, inmóvil. Me rodea con sus brazos, cierro los ojos, mi atención está despierta a todos y cada uno de sus movimientos. En ese preciso momento puedo sentir sus manos tibias tocar mis senos, después amasarlos. Su respiración se vuelve agitada: ha puesto su cuerpo pesado sobre mí, siento que me asfixia, casi no puedo respirar. ¡Quiero salir corriendo!


Me sorprende algo. Mi respiración también está agitada, pero ya no es sólo de miedo. Extrañamente, ese comportamiento del “Ser” pone también de manifiesto en mí, cierto deseo. Pero se trata de un sentimiento ambiguo, como si mi cuerpo y mi cabeza se escindieran. Una parte es sólo un cuerpo inerte, respondiendo a las salvajes caricias disfrazadas de cariño, de amabilidad, de amor;: y, por otra parte, mi espíritu está gritando de desesperación, con ganas de huir ante la violencia pasiva que me arrebata el cuerpo, mi ser.


Sus manos, ahora como dos ráfagas de fuego, recorren y someten cada parte de mi cuerpo. Cada acto se siente como esa lumbre que quema carcomiendo la piel en segundos, dejando a su paso un ardor que duele. Me siento sometida. Logra alcanzar mi sexo y, con fuerza y violencia, se zambulle dentro de él, dentro de mí, ¡no puedo más! Me doy cuenta de que mi éxtasis es de dolor, cada embestida es una puñalada. Apesta a la Muerte. Se siente como la muerte.


Mi mente y mi alma responden con un mecanismo de defensa, haciendo que mi espíritu de repente se aleje de aquella escena, como si flotara por encima de aquel acto. Puedo ver entonces aquel ser horrible, terrorífico, con su forma humanoide, sus piernas de cabra y unos enormes cuernos saliendo de su cabeza.


La fuerza de la imagen y lo tempestuoso del episodio me hacen volver a mi cuerpo repentinamente. Vuelvo en mí. El estómago se siente revuelto, lleno de emociones y sensaciones difíciles de digerir condensadas con la presencia de un enorme miedo y que me provocan unas enormes ganas de vomitar. Vomito, ¡una y otra vez!


¿Qué pasa? ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Qué es aquello que sentí tan vívidamente? Observa. El Ser ya no está aquí. Nunca lo estuvo. Me doy cuenta entonces. ¡Estuvo sobre ellas, sobre todas ellas!


Despierta, despierta, despierta, se dice a sí misma… La fuerte e insistente claridad de su pedido la hace volver de aquel sueño, de aquella pesadilla, de aquel recuerdo. Sólo permanece la imagen nítida del rostro de aquel Ser terrorífico. Conoce su rostro: es el rostro de su padre, de su abuelo, de su tío, de ellos, de todos ellos…



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